El término “prosumidor” fue introducido por Alvin Toffler en The Third Wave (1980) como una categoría híbrida entre productor y consumidor. Su planteo anticipaba que, en las economías del futuro, la frontera entre ambos roles se volvería difusa: el consumidor dejaría de ser un agente pasivo y se convertiría en participante activo del proceso productivo.
En la actualidad, esta hipótesis se verifica en múltiples ámbitos:
Tecnologías de fabricación digital: la masificación de impresoras 3D permite a cualquier usuario diseñar, modificar o reproducir objetos sin depender de grandes fabricantes. Ejemplos cotidianos —desde un niño que imprime personajes para jugar hasta un adulto que produce accesorios para sus herramientas— muestran cómo la actividad de consumo se integra con la producción.
Energía distribuida: las redes eléctricas incorporan a los hogares como generadores mediante paneles solares u otras fuentes renovables. El consumidor ya no se limita a pagar por un servicio: administra su propio flujo energético, decide cuándo consumir, almacenar o inyectar excedentes a la red.
Economías artesanales y comunitarias: lejos de desaparecer, los oficios manuales y las micro-producciones cobran valor por su autenticidad, cercanía y sostenibilidad. Aquí el consumo se convierte en un acto de co-creación y pertenencia, reforzando el vínculo entre quien produce y quien utiliza.
Redes sociales y economía de la atención: el valor de las plataformas digitales no reside solo en el contenido publicado, sino también en las reacciones que ese contenido genera. El productor y el consumidor son, en realidad, dos usuarios que se asocian para crear un nuevo producto simbólico: una publicación acompañada por la carga emotiva de comentarios, “me gusta” o compartidos. Sin interacción, el contenido es incompleto; con participación, adquiere un nuevo nivel de sentido y de valor económico y social.
En paralelo, las Tecnologías de gestión —desde el Just in Time hasta el Design Thinking— han buscado acortar la distancia entre productor y consumidor, orientando procesos a la demanda real y al feedback inmediato. El prosumidor lleva esta lógica al extremo: es un consumidor que internaliza la producción como parte de su experiencia cotidiana, produciendo lo que necesita, cuando lo necesita y bajo sus propios criterios de calidad o personalización.
En este sentido, el prosumidor no es solo un agente económico, sino un símbolo de un cambio cultural más amplio: el pasaje de la sociedad industrial de masas a una sociedad de redes, donde el valor se genera en la intersección entre producción, consumo, conocimiento compartido y comunidad.
Viajé 3 veces a Japón y encontré no solo un país fascinante por su cultura, disciplina y visión de largo plazo, sino también un laboratorio vivo de dilemas y aprendizajes que fui destilando el concepto de inteligencia moral.
En 2007 hice mi primer viaje a Japón. Allí escuché la historia de un turista que quiso subir a la cima del Monte Fuji fuera de temporada. Se accidentó y hubo un despliegue muy importante para salvarlo. El dilema del que hablaban los diarios era: ¿debía el Estado japonés hacerse cargo del operativo? ¿Era justo que todos los ciudadanos pagaran con sus impuestos las consecuencias de una decisión individual?
Por primera vez leí el concepto de moral hazard, riesgo moral: cuando alguien toma una decisión arriesgada confiando en que, pase lo que pase, otro asumirá las pérdidas.
Lo mismo ocurre en la economía global: bancos y corporaciones toman decisiones de alto riesgo porque saben que, si algo sale mal, los gobiernos acudirán en su rescate para proteger la estabilidad financiera. La ganancia es privada, pero la pérdida se socializa.
El riesgo moral no solo es un dilema financiero o de políticas públicas: es un espejo de nuestras decisiones individuales y colectivas. ¿Hasta dónde somos responsables de lo que elegimos? ¿Y hasta dónde la sociedad debe absorber los costos?
Pero no quiero profundizar en este concepto que ya es bastante conocido y pueden ampliar aquí.
En 2012 volví a Japón, esta vez en un contexto muy distinto. JICA había confiado al INTI la organización de cursos de capacitación en Productividad Industrial para toda Latinoamérica y algunos países de África. Ese encuentro reunió a referentes de diversas regiones del mundo: indios, turcos, chinos, europeos, y yo como único representante de América Latina.
Era mi primer día solo en Tokio y no sabía cómo manejarme en el sistema de trenes. Era tarde, el último tren estaba por salir y yo no podía llegar después de las 23 horas al TKC. Un señor que vio mi desconcierto se ofreció a ayudarme. Pasó un ticket por el molinete y me hizo pasar. Yo pensé que él seguiría detrás mío, pero no fue así, me giré y él me dio el ticket timbrado en la mano, con el molinete de por medio.
Yo traía un billete de 1000 yenes en el bolsillo; se lo ofrecí como para retribuir el gesto y el ticket. El boleto costaba 120 yenes y yo no tenía cambio. Cuando intenté darle mis 1000 yenes para que se quedara con el vuelto, se negó rotundamente. Insistí y volvió a negarse, esta vez con más firmeza.
Hubo un intercambio de miradas: para mí era justo retribuir su amabilidad, para él era impensable quedarse con 880 yenes que no le correspondían.
Me salió preguntarle: “Namae wa nandesuka”. Preguntar el nombre era lo único que sabía decir en japonés.
— Shuichi, y me lo repitió más pausado: Shu i chi…
Finalmente, me fui con el ticket en la mano… y con los 1000 yenes todavía en mi bolsillo. Yo sentía que había abusado de la confianza de Shuichi, aunque no me lo hubiera propuesto. Y pensé durante todo el viaje de vuelta: ¿era su único boleto?, ¿había llegado él a su casa?, ¿por qué había sido tan amable conmigo?
La contradicción era muy fuerte: él había hecho todo bien y había perdido 120 yenes; yo entré torpemente en su vida y me había beneficiado con un boleto gratis. En esa mirada del molinete con Shuichi sentí una pulseada de conciencias: ¿quién podría irse de ahí con la conciencia más liviana?
Allí empecé a pensar la moral como una fuerza, análoga a la fuerza física. Todos la tenemos, pero no todos la usamos de la misma manera. Así como alguien puede emplear su fuerza corporal para proteger o para someter, la fuerza moral también puede usarse para convivir respetando al otro o para sacar ventaja a costa de él.
Con el tiempo fui entendiendo que la fuerza moral también puede ser peligrosa. Quienes son más indiferentes a los pequeños abusos, a las mentiras o a los “olvidos”, tienen una ventaja práctica sobre quienes no los soportan en su conciencia. Es una fuerza que puede servir para sostener principios o para imponerse sobre los demás.
Todavía hoy recuerdo a Shuichi. Tal vez algún día le devuelva esos 120 yenes.
En 2018 emprendí mi tercer viaje a Japón, esta vez con una responsabilidad distinta. Iba como líder de un proyecto que buscaba diseñar el sistema de diálogo industrial argentino. Ese objetivo merece un desarrollo propio —del que hablaré en detalle en otro artículo—, pero lo fundamental en ese momento era abrir el juego desde el inicio: convocar a universidades, cámaras empresarias, gremios y organizaciones civiles para que participaran activamente. Sabía que si quería que se involucraran, tenían que ser parte de la construcción desde el principio.
Fue en ese viaje cuando descubrí a Eiichi Shibusawa (1840–1931). Me sorprendió que hubiesen pasado once años desde mi primer contacto con Japón sin haber escuchado nunca antes de él. Un personaje asombroso, considerado el “padre del capitalismo japonés”, fundador de más de 500 empresas que fueron clave para el desarrollo de la economía moderna japonesa, entre ellas lo que se considera el primer banco moderno de Japón, el Dai-Ichi Bank. Además fue promotor de más de 600 organizaciones educativas y sociales.
Lo que me impresionó no fueron solo los números, sino su manera de concebir los negocios: Shibusawa insistía en que primero debía irle bien al cliente, porque de ese modo se aseguraba que todos quisieran seguir trabajando con él.
Era un principio tan simple como poderoso: el beneficio propio está ligado al beneficio ajeno. Una ética que, lejos de ser un obstáculo, se convertía en estrategia de crecimiento sostenible. Recomiendo leer esta nota para conocer un poco más de Shibusawa pero para no perder el hilo extraigo algunos puntos centrales.
“Shibusawa personificó eso en la forma en que él dirigió los negocios: creía que había que cuidar a los trabajadores”.
“La conclusión era que no solo se trataba de cuántas ganancias obtenías, lo cual era importante porque ¿cómo vas a continuar si no logras tener beneficios?, sino que debías conseguirlos de una manera en que incentivaras los intereses de todos”.
“La razón por la que usa las ideas del confucionismo es para argumentar que, cuando se trata de hacer negocios, hay mucho más que simplemente hacer dinero”.
“Tiene que haber un objetivo social más amplio y eso se ajustaba a las ideas que existían desde hacía mucho tiempo en el confucionismo. Lo que hace Shibusawa es traerlas”.
Así, para él, la moralidad y la economía iban de la mano. Por eso, desarrollar carreras en el ámbito de los negocios era algo muy positivo porque promovería el bienestar de la nación.
Y eso coincidía “con los antiguos valores confucianos de la lealtad y el servicio público”, recuerda Sager en su libro "Confucian Capitalism".
El último día de trabajo debíamos presentar los resultados de avance del proyecto frente al Embajador de Argentina y las autoridades de JICA. Yo había salido a encontrarme con unos amigos japoneses en Tokio y el coordinador de nuestro viaje, el señor Okuyama, me ofreció regresar con él. Llegamos muy temprano al lugar del evento, incluso antes que nadie. El estacionamiento estaba vacío, pero Okuyama eligió dejar el auto en el punto más alejado de la entrada.
Le pregunté por qué no había estacionado cerca. Me respondió:
“Llegamos temprano, tenemos tiempo de caminar. Tal vez ese lugar lo necesite alguien que llegue con poco tiempo.”
Ese gesto mínimo contenía la misma filosofía que había percibido en Shibusawa: pensar en el otro antes que en uno mismo, no como sacrificio, sino como una forma de asegurar el buen funcionamiento de todos.
Si yo me hubiese tomado más tiempo con mis amigos probablemente hubiera llegado tarde, demorando a todos en el comienzo del acto, o quizás obligando a alguno de mis colegas a presentar por mí. Riesgo moral.
Podríamos haber ocupado el mejor lugar del estacionamiento, podíamos hacerlo, no había nada de malo en eso, pero obligábamos a quienes llegaban después a tomarse más tiempo para entrar. Fuerza moral.
Priorizar el funcionamiento colectivo fue el factor decisivo que hizo de Shibusawa el empresario más exitoso de la historia de Japón. Inteligencia moral.
Hoy Japón reconoce a Shibusawa en su billete de 10.000 yenes, recordando al empresario y banquero que mostró que la prosperidad más duradera no se construye solo con capital, sino con valores.
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